La casa donde vivían
los Errázuriz no era muy grande, no era como la de sus primos en Buenos Aires.
Pero Juana quería recuperar todo eso que había perdido por culpa del
innombrable. Cómo hacerlo era lo que se preguntaba todas las mañanas, y después
llegaban dos respuestas desde la habitación, llegaban caritas con lagañas a
desayunar mate cocido y pan solo, pero en vajilla inglesa y con la mesa
perfectamente puesta.
Sí, un niño y una
niña que serían su pasaporte a la buena vida nuevamente, sólo debía educarlos
de acuerdo a las normas de lo que consideraba “gente bien”. Nada más fácil para
ella, que había sido formada por una institutriz traída desde Francia para
tales efectos pedagógicos.
Cuando Lucy había
visto a la niña con el vestido rosado embarrándose, había sido como verse a
ella misma de niña. Tuvo tantas ganas de sentarse al lado de esa madre o niñera,
uno nunca sabe, y decirle que deje a la pequeña en paz, porque a la larga le
puede salir el tiro por la culata. Pero después la madre la miraría con cara
rara, con esas caras que uno puede imaginar fruncidas y echadas para atrás,
casi pegadas al cuello, con desaparición de papada incluida.
Los chicos de la
calle eran más agradecidos, Pedro (o Giovanna, nunca se sabe) era más
agradecido. En medio de su vida, en medio de ese pozo que parecía que jamás
tendría fondo, allí sus chicos, allí su Pedro eran manos de barro que salían de
las orillas oscuras para retenerla antes del estrepitoso final que ella
esperaba pronto.
Tenía razón su
hermano, ella no sabía para dónde iba su vida y mientras tanto, por porfiada,
se auto exigía esa pedorrada dicotómica de limpiar los baños de noche y hacer
torta invertida de día.
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