La plaza de los
baños ahora es un lugar luminoso, lleno de madres con chiquitos ruidosos. Desde
un banco en el medio, muy cerca de la fuente que anoche fue chiquero, Lucy mira
a su alrededor y se toma unos amargos. Una madre grita frenéticamente tras una
nena que acaba de llenar de tierra su vestido rosado, ya no quedan muchos
rastros del color original del atuendo. La nena, que Lucy supone que se llama
Carmela, muestra sus dientes en una sonrisa incomparable; a la par que la
madre, que Lucy opina que se llama Alicia, muestra las amígdalas en el grito.
Carmela aprieta las manos llenas de barro, ríe sin para y esparce la materia
húmeda por su pequeño cuerpito de no más de cinco años y corre y corre. Hasta
que se choca con una bici que trae a un nene, creería Lucy que es Gastón.
Estrepitoso llanto. Carmela rodillas raspadas. Gastón codos sangrantes y
manubrio torcido. El clásico “te lo dije” de ambas madres o de ambas niñeras, a
estas alturas ya no se sabe. Lucy sonríe desde su banco y gira un poco la
cabeza hacia otro costado. Allí, la puerta de los baños. Los niños golpeados y
las mujeres van para allá. Y Lucy indefectiblemente piensa lo difícil que va a
ser sacar la sangre de los lavatorios esta noche.