La plaza de los
baños ahora es un lugar luminoso, lleno de madres con chiquitos ruidosos. Desde
un banco en el medio, muy cerca de la fuente que anoche fue chiquero, Lucy mira
a su alrededor y se toma unos amargos. Una madre grita frenéticamente tras una
nena que acaba de llenar de tierra su vestido rosado, ya no quedan muchos
rastros del color original del atuendo. La nena, que Lucy supone que se llama
Carmela, muestra sus dientes en una sonrisa incomparable; a la par que la
madre, que Lucy opina que se llama Alicia, muestra las amígdalas en el grito.
Carmela aprieta las manos llenas de barro, ríe sin para y esparce la materia
húmeda por su pequeño cuerpito de no más de cinco años y corre y corre. Hasta
que se choca con una bici que trae a un nene, creería Lucy que es Gastón.
Estrepitoso llanto. Carmela rodillas raspadas. Gastón codos sangrantes y
manubrio torcido. El clásico “te lo dije” de ambas madres o de ambas niñeras, a
estas alturas ya no se sabe. Lucy sonríe desde su banco y gira un poco la
cabeza hacia otro costado. Allí, la puerta de los baños. Los niños golpeados y
las mujeres van para allá. Y Lucy indefectiblemente piensa lo difícil que va a
ser sacar la sangre de los lavatorios esta noche.
No lo dice, pero en el fondo
sabe que le gusta mirar quién ensucia sus baños. Ella misma se ha sorprendido
de llegar involuntariamente a la plaza, cuando en realidad el destino de la
caminata era otro. No lo puede controlar, sentada en un banco intenta ver a la
gente, concentrarse en otras cosas pero siempre termina fijando la vista en la
puerta de los baños para saber quién entra y quién sale. Los deshechos de quién
le tocará limpiar la próxima madrugada. Nunca pensó si quiera que el anonimato
de la suciedad la hiciera más simple. La calmaba saber quién, por qué, a qué
hora, en qué circunstancias.
De pronto, perdió la
capacidad de observación que la caracterizaba. Se sintió como encerrada en una
burbuja. O mejor dicho, encerrada en un cuarto muy pequeño, de paredes oscuras
y la respiración se le dificultaba. Siempre he pensado que la respiración de
las personas es el primer síntoma de cualquier emoción. Y como de la nada, por
una puerta que se apareció en ese cuarto sin salida entró un hombre vestido. Y
se sentó en el húmedo piso del cuarto, justo a su lado, sin mirarla. Compartir
el escaso aire de aquella deplorable habitación con ese hombre tan
correctamente vestido por Cristian Dior la agitó. En su mente giraban ideas
amorfas, ideas que no se dejaban controlar ni percibir claramente. En su pecho
giraba un viento, un huracán que pugnaba por salir pero que su boca no dejaba o
no era capaz de hacer salir. El desorden de las ideas hace que no podamos
expresarlas. Y ese hombre se dejaba estar allí, simplemente.
Simplemente no
significa fácilmente. ¿Quién dijo que simpleza y facilidad son sinónimos?
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