martes, 27 de enero de 2015

Vistiéndose, capítulo 8

El lugar para la cita era siempre el mismo, un jardín lleno de flores de estación en el patio del edificio de Clara. Una dulce primavera les permitía tomar el té afuera. Clara se encargó ella misma de prepara la mesa. Correctísimo mantel blanco, bordado a mano en las orillas. Tal vez perteneció a alguna abuela, o tal vez lo compró el año pasado en un bazar italiano durante sus vacaciones; no lo recuerda, la resaca hace olvidar muchas cosas. Después de todo es solamente un mantel y sus correspondientes servilletas. Dispuso las tazas de porcelana, medida de té, aunque nunca se sabe: alguien puede querer café. En el centro de la mesa algún jarrón no muy alto con un arreglo. A las cinco, con la puntualidad más exacta y jamás vista en un grupo todas tocaron a la puerta y el guardia de seguridad las hizo pasar porque ya las conocía. Saludos ruidosos.
En fila india pasan al jardín, camino hecho. Se sientan y son una maravilla, una descomunal figurita de la revista Para Ti. De derecha a izquierda: Isabel Menees, castaño claro con un peinado de costosa peluquería céntrica, infaltables pendientes (no muy grandes, discretos pero distinguidos) y collar haciendo juego, una remera azul marino de mangas tres cuartos, jeans y botas cortas (se las puso porque con el fin del invierno probablemente sea una de las últimas oportunidades de usarlas, ni modo, hay que amortizar la inversión); Bárbara Agüirzabal, rubio sospechoso, es decir no conseguido por nacimiento sino a través de ungüentos, mentón pequeño que marca el final de una cara completamente angelical (cuando dios la tenga a su lado la va a desear peligrosamente), hermosamente fría, la reina de la nieve viste de blanco y dos perlas café escrutan su entorno; Clara, sin más nuestra Clara, con su buen gusto característico envuelve su piel blanca en ropa de diseñador y elige los tajes adecuados para cada ocasión, telas suaves y un poco amplias que dejan adivinar en esa ropa de media estación su delgada (débil, enclenque) figura; Giovanna es una señora de cuarenta: viste trajecito especial para la ocasión, no es ropa de todos los días y eso se nota porque no está muy cómoda, basta con mirar los pequeños pliegues que se forman al doblar los codos y los botones con cierta tirantez, aunque el lavanda es un buen color para combinarlo con su tez mate; Mercedes Olavarría, eterna caza fortunas del lado norte de la ciudad, sombrerito parisino y uñas muy cuidadas (diría yo, esculpidas). Preciosas, sonrientes. Chiiiicaaasss digan cheers!
-   Barbi ¿té o café?- pregunta Clara.
-   ¿El café es colombiano?
-   Sí, y al té lo trajo César de su último viaje a Londres- replicó Clara pensando para qué hacer una pregunta cuya respuesta era demasiado obvia.
-   Bueno, entonces café.
-   Yo té- dijeron las demás casi al unísono.
-   Miren- dijo pausadamente Mercedes mientras se quitaba el guante de la mano derecha.
Exclamaciones exacerbadas del resto del grupo y una sonrisa brillante de Mercedes. Todas podían contemplar en el dedo anular de su mano derecha (era muy pronto para la izquierda) un anillo romano con diamantes y zafiros reales. Saltaba a la vista que la pieza era de diseñador, extranjero por supuesto.
-   Te lo tenías bien guardado, ¿eh?- dijo Isabel saliendo de su silencio.
-   Bueno, es que no era muy seguro al principio, pero ahora ¡ya lo tengo!- Mercedes sonrisita picarona.
-   ¿Quién es? Confesá- inquirió Clara.
-   Es el manager de Audi en la región del MERCOSUR, lo cacé en un cóctel de esos a los que ustedes nunca me quieren acompañar, ja ja- Mercedes siempre daba detalles de sus conquistas, sobre todo detalles en cuanto a su patrimonio.
-   Felicitaciones, mi querida, realmente deseo que te dure más de tres meses- Giovanna solía ser incisiva en esa clase de cuestiones.
-   Gracias- dijo Mercedes secamente.
-   Bueno, bueno, el otro día vi una casita en el country del lado del mío y por el amor de dios, ¿quién diablos contrató al arquitecto de esa gente? ¿su peor enemigo?
Risas en apoyo al comentario que catapultó una larga serie de otros entredichos sobre el buen o mal gusto de la alta sociedad de la ciudad. Después, un par de chismes sobre engaños entre parejas felizmente fotografiadas pero tristemente acostadas. Esas mujeres comían masas finas y herían sin compasión a cuanto ser se les pasaba por la mente. Seguramente en otro lugar había una reunión del mismo calibre donde ellas estaban siendo destruidas en igual medida. Ironías de las manadas, quién dijo que éramos animales tan inteligentes. En fin, en ese   liviano discurrir iban pasando las horas, saltando de la moda al sexo (o algo que a ellas les parecía que era sexo), del sexo a los chismes de la farándula y sus conexiones con la sociedad local (es decir, ejemplos similares o peores).
De los niños que debían conocer a su niñera nueva se han olvidado, es que tal vez queden un rato más con la abuela. No hay prisa, es día de té.
Y más tarde, para despuntar el vicio un partidito de canasta. Gana, como la mayoría de las veces, Giovanna. Y piensa que en cualquier momento las va a ahorcar a todas con las servilletas de cien hilos bordadas con hebras de seda. Entonces, su momento de ir a baño. Autocontrol, autocontrol, por favor Pedro. Otra vuelta Pedro. Inspira, expira. Inspira, expira. Contamos hasta diez. Una vez más. Volvamos a la mesa. Gio querida siempre nos ganás, voy a empezar a creer que nos haces trampa. Y Pedro a punto de salirse por la garganta y los poros de Giovanna sólo para gritar: son todas unas idiotas, no les da ni para un partido de canasta y mientras tanto... mientras tanto tantas cosas.

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