Hoy les traigo una receta muy especial, una receta que marcó mi infancia. Muchas veces cuando yo iba a la casa de mi vecina, la tía Teresa, ella tenía estas galletas recién salidas del horno y me convidaba una.
A esa casa entré toda mi vida sin golpear y siempre encontraba a esta maravillosa mujer, viejita desde que la conocí. Con sus manos arrugadas, cansadas por los años, me hacía una caricia y me sonreía siempre, aunque ahora comprendo que muchas veces debo haber llegado a "gunfiar", como decía ella. La tía Teresa, era como mi nonna, ella me enseñó la paciencia al hacerme esperar que todos los grandes tomaran mate antes de darme uno, esos mates dulces y calientes que cebó hasta siempre, incluso cuando ya no los podía tomar. Ella me enseñó la técnica infalible para calmarme cuando algo me tenía mal: había que jugar un solitario hasta que saliera, pero ojo cuando mezclaras las cartas, que no se fueran a ajar.
No pasa largo tiempo sin que me acuerde de ella, esa mujer sabia que cuando la vi por última vez me dijo, en su castellano que jamás perdió el acento italiano, "Vos no vas a volver más acá". Y el martes me acordé de ella, de su cara que yo miraba levantando la mía, con el sol de las 11 de la mañana que nos iluminaba y ella me ofrecía sus Turchunes recién hechos, esas galletas que se deshacen en la boca. Y me dieron ganas de tenerte un ratito más cerca tía Teresa, así que hice Turchunes.