No podría contar esta historia sino hubiera tenido una abuela. En particular esa abuela. Todo comenzó hace cinco generaciones, un caluroso día de febrero en un lugar donde el calor era particularmente agobiante. (Usted imagine la escena agregando: una de la tarde, sol en lo alto, chicharra a todo lo que da, sin ventilador ni aire acondicionado (no existían) y una tremenda escasez de agua en aquel bendito y recóndito lugar del universo veraniego). Bien, ese día mis ancestros mayores estaban re contra hartos, cansados de mis ancestros menores. La razón de tan desagradable sentimiento hacia su descendencia era que a cada rato perdían sus vasos con la poca agua que había disponible.
Contrariamente a lo que muchos sociólogos y antropólogos cuentan sobre la severidad, brutalidad e insensibilidad que los progenitores tenían en aquella época, mis ancestros encontraron una solución salomónica y a tono con la psicología infantil moderna. A saber: cualquiera de los cinco niños que perdiera, olvidara o rompiera su vaso no tomaría agua nunca más (sí, nunca más es nunca más.)