jueves, 23 de octubre de 2014

Cuentos

Cuando tenía doce años pensé que sería bueno escribir, le dediqué unas líneas a Angelóz (gobernador cordobés que se fue y nos dejó en pampa y la vía) porque en mi inocencia me había dado pena. Después de ese maleficio terminado vinieron libros como El Principito, los poemas de Pablo Neruda y Mi planta de naranja lima. Entre medio de todo ese eclecticismo, mis propios cuentos y poemas afloraban como pururú, al mejor estilo pop-up. Muchos de ellos se perdieron en mudanzas, se fueron regalados o simplemente desechados por su excesiva mediocridad. 
Pero hay otros, los tesoros, esos que me gustan, esos que acaricio todas las noches antes de dormirme en mi imaginación, esos que nunca jamás alguien ha visto y que por esas cosas de la vida creo que llegó el momento de mostrar. 
Desde que comencé a escribir he considerado que publicar lo que uno ha compuesto es como pararse desnudo en la plaza pública, como arrancarse el corazón y entregarlo a la multitud para que lo pase de mano en mano. Vaya idea, de miedo. Y miedo me dio, hasta hoy.  

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