Cuando tenía once
años, la madre de Pedro lo mandó solo en colectivo desde su casa en el pueblo
hasta la capital de la provincia a pasar unas vacaciones con la tía Chila.
Mientras se subía a
esto que en su pueblerina mente era un auto deformado, agrandado para que
entrara más gente, su corazón de niño se apretaba un poco más a cada escalón.
Al acomodarse en el asiento, que por bondad de la vecina de su abuela fue la
ventanilla, la mano que en principio solo había apretado su corazón ahora
también oprimía su garganta.