Cuando tenía once
años, la madre de Pedro lo mandó solo en colectivo desde su casa en el pueblo
hasta la capital de la provincia a pasar unas vacaciones con la tía Chila.
Mientras se subía a
esto que en su pueblerina mente era un auto deformado, agrandado para que
entrara más gente, su corazón de niño se apretaba un poco más a cada escalón.
Al acomodarse en el asiento, que por bondad de la vecina de su abuela fue la
ventanilla, la mano que en principio solo había apretado su corazón ahora
también oprimía su garganta.
La obstrucción era malévola, caprichosa, porque dolía enormemente pero sin embargo sabía que no moriría con ese dolor, sabía que simplemente tendría que soportar ese estado hasta que se pasara, podía ser eterno; pero jamás se terminaría su existencia con ese dolor. Durante las tres horas de viaje entre el pueblo y la ciudad, no había despegado la cara del vidrio. Miraba todo buscando una señal de que iba en la dirección correcta, como si en lo más profundo de su ser estuviese la duda de que su madre le mintiera y lo enviara a quién sabe dónde, para deshacerse de él.
La obstrucción era malévola, caprichosa, porque dolía enormemente pero sin embargo sabía que no moriría con ese dolor, sabía que simplemente tendría que soportar ese estado hasta que se pasara, podía ser eterno; pero jamás se terminaría su existencia con ese dolor. Durante las tres horas de viaje entre el pueblo y la ciudad, no había despegado la cara del vidrio. Miraba todo buscando una señal de que iba en la dirección correcta, como si en lo más profundo de su ser estuviese la duda de que su madre le mintiera y lo enviara a quién sabe dónde, para deshacerse de él.
El correr de las
horas había hecho que la mano se relajara y soltara un poco la garganta y el
corazón, no sin dejar de presionar, no sin apretar un poco más fuerte de a
ratos para que no se olvidase su presencia. Además, reconoció un grupo de casas
que en sus dos viajes anteriores a la ciudad le habían llamado la atención por
la cantidad de antenas de televisión que tenían y por los numerosos y diversos
animales que comían el pasto del jardín. Al final del recorrido, la tía Chila,
una señora cuarentona de lo más moderna, con sus vaqueros rectos y camisa
rayada (una vestimenta que Pedro hasta hace poco pensaba que era privativa de
los hombres de más de 14 años) lo esperaba en el andén.
Ahora que faltaban
apenas horas para que comenzara este nuevo trabajo, recordaba ese momento.
Tomando una cerveza helada, evocaba su niñez tratando de responderse cómo
cuidaría y educaría a dos niños que ni siquiera conocía. Su madre se iba
diluyendo en el recuerdo mientras agitaba su mano para decirle adiós en la
parada del colectivo, de dónde sacaría ideas. Sí, obvio, la chica torta
invertida.
- Hola mi bella.
- Desembuchá rápido
que estoy a punto de ponerme a limpiar baños.
- ¡Ay! Estás con
todo el orto afuera, igual necesito que vengas cuando termines.
- Y cuál sería la
urgencia de mi presencia, señor o señora, con quién hablo a todo esto…
- Mirá, Lucy, soy el
Pedro pero estoy hecho un puñado de nervios con esto de que el lunes empiezo el
trabajo de la Giovanna. ¿Me vas a ayudar o no?
- Sí, como siempre,
pero son las doce y termino mi turno a las 4 de la mañana. De ahí paso a ver a
los chicos, les dejo algo calentito y me voy para tu casa. Si no tenés facturas
y criollitos recién salidos, mejor ni me abrás la puerta.
Y colgó.
Siempre Lucy los
dejaba desnudos, a la intemperie, en uno de esos días en que el viento sur
sopla y mueve las hojas marcando violentos espirales antes de que llegue la
lluvia.
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