domingo, 2 de agosto de 2015

Vistiéndose, capítulo 13

Cuando tenía once años, la madre de Pedro lo mandó solo en colectivo desde su casa en el pueblo hasta la capital de la provincia a pasar unas vacaciones con la tía Chila.
Mientras se subía a esto que en su pueblerina mente era un auto deformado, agrandado para que entrara más gente, su corazón de niño se apretaba un poco más a cada escalón. Al acomodarse en el asiento, que por bondad de la vecina de su abuela fue la ventanilla, la mano que en principio solo había apretado su corazón ahora también oprimía su garganta. 

La obstrucción era malévola, caprichosa, porque dolía enormemente pero sin embargo sabía que no moriría con ese dolor, sabía que simplemente tendría que soportar ese estado hasta que se pasara, podía ser eterno; pero jamás se terminaría su existencia con ese dolor. Durante las tres horas de viaje entre el pueblo y la ciudad, no había despegado la cara del vidrio. Miraba todo buscando una señal de que iba en la dirección correcta, como si en lo más profundo de su ser estuviese la duda de que su madre le mintiera y lo enviara a quién sabe dónde, para deshacerse de él.
El correr de las horas había hecho que la mano se relajara y soltara un poco la garganta y el corazón, no sin dejar de presionar, no sin apretar un poco más fuerte de a ratos para que no se olvidase su presencia. Además, reconoció un grupo de casas que en sus dos viajes anteriores a la ciudad le habían llamado la atención por la cantidad de antenas de televisión que tenían y por los numerosos y diversos animales que comían el pasto del jardín. Al final del recorrido, la tía Chila, una señora cuarentona de lo más moderna, con sus vaqueros rectos y camisa rayada (una vestimenta que Pedro hasta hace poco pensaba que era privativa de los hombres de más de 14 años) lo esperaba en el andén.
Ahora que faltaban apenas horas para que comenzara este nuevo trabajo, recordaba ese momento. Tomando una cerveza helada, evocaba su niñez tratando de responderse cómo cuidaría y educaría a dos niños que ni siquiera conocía. Su madre se iba diluyendo en el recuerdo mientras agitaba su mano para decirle adiós en la parada del colectivo, de dónde sacaría ideas. Sí, obvio, la chica torta invertida.
- Hola mi bella.
- Desembuchá rápido que estoy a punto de ponerme a limpiar baños.
- ¡Ay! Estás con todo el orto afuera, igual necesito que vengas cuando termines.
- Y cuál sería la urgencia de mi presencia, señor o señora, con quién hablo a todo esto…
- Mirá, Lucy, soy el Pedro pero estoy hecho un puñado de nervios con esto de que el lunes empiezo el trabajo de la Giovanna. ¿Me vas a ayudar o no?
- Sí, como siempre, pero son las doce y termino mi turno a las 4 de la mañana. De ahí paso a ver a los chicos, les dejo algo calentito y me voy para tu casa. Si no tenés facturas y criollitos recién salidos, mejor ni me abrás la puerta.
Y colgó.

Siempre Lucy los dejaba desnudos, a la intemperie, en uno de esos días en que el viento sur sopla y mueve las hojas marcando violentos espirales antes de que llegue la lluvia.

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