jueves, 30 de octubre de 2014

Los Vasos

No podría contar esta historia sino hubiera tenido una abuela. En particular esa abuela. Todo comenzó hace cinco generaciones, un caluroso día de febrero en un lugar donde el calor era particularmente agobiante. (Usted imagine la escena agregando: una de la tarde, sol en lo alto, chicharra a todo lo que da, sin ventilador ni aire acondicionado (no existían) y una tremenda escasez de agua en aquel bendito y recóndito lugar del universo veraniego). Bien, ese día mis ancestros mayores estaban re contra hartos, cansados de mis ancestros menores. La razón de tan desagradable sentimiento hacia su descendencia era que a cada rato perdían sus vasos con la poca agua que había disponible.
Contrariamente a lo que muchos sociólogos y antropólogos cuentan sobre la severidad, brutalidad e insensibilidad que los progenitores tenían en aquella época, mis ancestros encontraron una solución salomónica y a tono con la psicología infantil moderna. A saber: cualquiera de los cinco niños que perdiera, olvidara o rompiera su vaso no  tomaría agua nunca más (sí, nunca más es nunca más.)
Como era de esperar la medida fue efectiva en un ciento por ciento. Tuvo algunos efectos secundarios como el hecho de que la niña menor continuamente tenía su vaso en la mano. Y cuando hablo de continuamente me refiero a que lo llevaba todo donde fuera, al almacén, a jugar con la vecina, al baño, a la cama, incluso a la escuela. La libertad de castigo y adoctrinamiento que regía por entonces hizo que la situación no fuera rara. Vale, además, decir que no era la única niña con un objeto a cuestas. Al del medio, en cambio, su espíritu conservador lo llevó a crear un cajón con la única finalidad de guardar el vaso. El cajón era marrón y por dentro llevaba aserrín cubierto por una tela roja para evitar posibles roturas.
Los vasos,  a esta altura de las cosas, eran parte activa de la vida de los chicos. Una prolongación de ellos, una extremidad más. Cada vaso sacaba lo mejor de su dueño. Al contrario de lo que muchos pudieron pensar, fue una solución que contribuyó pedagógicamente al desarrollo de las aptitudes de los muchachos. Tan importante era para ellos que conservaron los vasos para toda su vida (creo que en el inconsciente quedó grabado “no tomarás agua nunca más”), y también trasladaron la obra a sus familias. Familia que también son mis ancestros.
Usted se pregunta ahora si yo tengo un vaso. Sí, lo tengo y es hermoso. Mi vaso es cilíndrico, de cinco centímetros de diámetro. Está hecho en vidrio verde y en los extremos lleva una guarda de margaritas blancas. Además, en la base lo personalicé con mi nombre escrito en letras fileteadas. Al igual que mis antepasados, es del único vaso que bebo y beberé.
Son de verse las navidades, la mesa con manteles blancos, platos blancos y treinta y dos vasos personalizados pertenecientes a cada miembro de la familia. Como se lo imaginará, prestar el vaso para cualquiera de nosotros es todo un gesto. Regalarlo es imposible, porque si no tienes tu vaso “no tomarás agua nunca más” (sí, nunca más es nunca más)


La última fiesta en que nos reunimos fue hace dos meses, en lo de Sarita. Hubo, como de costumbre, una mesa para nuestros vasos y otro lugar para los vasos de los demás invitados. Recuerdo esa noche cada día, la fiesta de Sarita fue en la cochera de su mamá, la tía Beba. Todo lleno de globos dorados, las mesas llenas de comidas exquisitas que constaban de los más variados platos. Nadie faltó, porque la noche prometía. Pero lo que al principio parecía la fiesta del año se trasformó en la catástrofe del año. Alguien anónimo, lejano a la familia y sus ancestrales costumbres tomó de la mesa de “nuestros vasos” uno de entre todos. Maldito momento, ¡era el vaso de la abuela Nene! Aquel sacrílego invitado andaba por la fiesta con una vaso ajeno, y se paseaba indolente ante las miradas de la familia y los invitados al tanto. Por ahí se meneaba, el muy mal aprendido, con el vaso de mi abuela. Y eso no es nada. Lo peor fue cuando en un momento de torpe descuido dio un giro de ciento ochenta grados y perdió la estabilidad, lo que lo llevó a perder su eje, lo que lo llevó a perder el domino de las extremidades, lo que lo llevó a perder el vaso que cayó sin más, libremente por aproximadamente ciento diez centímetros. Fue cuestión de segundos para que terminara la vida del honorable vaso de mi abuela Nene. Vaso que poseía desde su más tierna edad. Vaso que la acompañó en cada momento, que contuvo su agua, su vino, sus lágrimas.
En ese momento a todos nos invadió el desconcierto. Pero en una maniobra maestra mi tía Beba, sabiendo que la abuela Nene estaba en el baño, tomó las partes del vaso y corrió para repararlo con pegamento de contacto. Cuando la damnificada volvió del baño, toda la fiesta disimuló magistralmente. La situación parecía controlada y de hecho todos respiramos con alivio el resto de la noche. Sin embargo, como nadie que se precie de ser dueño de un vaso es incapaz de reconocerlo, admirarlo, cuidarlo y saber sus más íntimos secretos, mi abuela Nene el domingo por la mañana al sacar el vaso de la cartera y ponerle agua supo que ese no era suyo. Allí comenzaron sus y nuestros avatares. Todos le dijimos que sí era su vaso. Y a su turno, con gran paciencia y locuacidad nos explicó a todos que no, claramente no era su vaso. El suyo era uno liso, de cristal transparente, de once centímetros y medio de alto y una circunferencia de ocho centímetro de diámetro que tenía cada un centímetro una fina línea oblicua blanca, además de llevar en el centro de la base el número veintitrés y la consigna “vindex, dura más” a su alrededor. Obviamente ese vaso que tenía el frente lleno de grietas y restos de pegamento no era el suyo, mucho menos sin el veintitrés en la base. Ante semejante exposición la familia concluyó por darle la razón. Pero mientras tanto la abuela no tomaba agua, ni ningún líquido. Porque si tu vaso se pierde o se rompe “no tomarás agua nunca más”. Nos envolvió la desesperación, Sarita y yo no sabíamos qué hacer. Los días pasaban y la abuela Nene se deshidrataba, se atragantaba con tanto sólido. Una pasa de uva estaba más hidratada creo yo. Dos semanas después la abuela Nene dejó de hablar. Los treinta y uno estábamos sentados a su alrededor y ella en la cama.

En el momento pico de la angustia, cuando la desolación había ganado nuestros corazones, sonó el timbre. ¿Quién diablos podía ser? Todos nuestros conocidos sabían que estábamos de duelo, la abuela Nene se nos iba a causa de haber perdido su vaso. (Quién podía imaginar que eso sucedería alguna vez). Las leyes de la cortesía indicaban que había que abrir la puerta; y al ser nosotros, como se ve, tan apegados a las leyes fui a abrir. Frente al umbral estaba parado un hombre flaco y largo, de piel blanca y muertos ojos celestes. Sus largos dedos sostenían un paquete. Sólo dijo una frase: “Vengo a ver a Nené”. Sin pedir permiso ni decir nada más me apartó de la puerta y entró dirigiéndose a la habitación. Todos sus movimientos fueron naturales, como si conociera la casa, como si fuera su casa. Llegó a la habitación y ante la atónita mirada de los treinta y uno el extraño dijo: “Hola Nené, te traje esto”. Luego le entregó el paquete. La abuela, con lágrimas en los ojos, abrió sigilosamente el regalo, haciendo ese ruidito de intriga que todos soportamos con ansiosa calma. Al descubrir qué era, Nené dijo: “Gracias, sabía que no te olvidarías de traerme la taza cuando me hiciera falta.”

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