Estaba Dios sentado en el Edén…
¡Momento! ¿Hay Dios? No lo sé, pero por las siguientes líneas supongamos que
sí. Es que en algo hay que creer, esa es nuestra naturaleza. Aunque usted lo
niegue, aunque se ande proclamando ateo por la vida, en algo/alguien confía más
que en usted mismo. Todos los hombres de todos los tiempos han creído en un
ente superior. Escudriñe su interior y verá que tengo razón.
Entonces… estaba Dios (y por hacerlo
un poco más liviano pongámoles un nombre… por decir… Eduardo). Y de nuevo…
Estaba Eduardo sentado en una roca enorme mirando el mar, a su espalda un
bosque verde, húmedo. Tan tranquilo allí, Eduardo se sintió solo, sacó de su
bolsillo la bolsa de tabaco y se armó un cigarrito. Lo fumó despacio, mirando
cómo el humo se batía en el aire y formaba danzantes figuras extrañas, para luego
desaparecer.
Mientras, pensaba lo bueno que sería
tener compañía (porque parece que ni un Dios es autosuficiente, o por lo menos
eso pensaron todos los seres humanos que andan creando religiones a diestra y
siniestra, pero eso dejémoslo así) y se dijo así mismo “¿Por qué no crear
alguien para charlar o jugar un partido
de canasta o chinchón, o algo, no sé?”
Como si acto seguido se hubiera encendido la lumbrera máxima de la
historia se vio una chispa gigante en el aire y ahí Eduardo sacó su croquera y
empezó a diseñar su compañía. ¿Pelo largo? Sí ¿Montañas? Sí ¿Curvas? Sí.
Tomando agua, tierra y hierbas
frescas creó a una mujer. Cuando ella abrió los ojos, que eran color cielo,
miró a su alrededor y preguntó:
-
¿Dónde
estoy?
-
En
el Edén – respondió Eduardo.
-
Ahhh,
y… ¿quién soy?
-
Sos…
sos…. Helena, mi compañera.
-
Y
… ¿quién sos vos?
-
Soy
Eduardo, el Dios.
-
Mucho
gusto.
En un acto un poco
extraño para dos seres que van desnudos se estrecharon las manos al estilo
inglés y ella le pidió que por favor le mostrara el lugar.
Salieron caminando
despacio, casi en cámara lenta, total había tiempo de sobra, como quién dice
“tenemos toda la eternidad”. Eduardo le
mostró los bosques, un par de ríos y así pasaron varios días caminando y hablando
(hay que decir que Helena hablaba bastante para ser una recién llegada) de esos
temas que a nadie le importan pero que son un buen relleno cuando uno camina
con alguien que conoce poco. En este recorrido aleatorio se toparon con una
cascada monumental, altísima. Allí, al caer, el agua emitía un sonido poderoso
que hacía vibrar todo el entorno; las minúsculas gotas al reflejo del sol
formaba el arco iris y cientos de mariposas volaban a su alrededor. Era tan
hermoso, tan imponente, que Helena se quedó callada; no tuvo adjetivos, ni
comentarios, nada que decir.
Esta abundancia de
belleza paralizaba, y él, que tantas veces había estado allí antes, se
sorprendió de verlo más bello ahora que lo miraba junto a su compañera. Ahí
llegó el impulso, un impulso que no supo distinguir, no sabía de dónde nacía,
ni por qué, pero necesitó darle la mano y traerla más cerca de sí. Despacio
empezó a rozar las hiervas con el dorso de las manos, las dejó caer como si
solo de la gravedad se tratara y llegó a las montañas. Estremecido con las
vibraciones del agua tuvo tanta sed que bebió los labios de Helena. Eduardo, el
Dios, tenía el Edén en sus brazos, lo mordía, lo besaba, lo acariciaba,
exploraba cada rincón. Se encontró débil, entregado a su propia creación, pero feliz,
completamente feliz, en el Edén, irrumpiendo en las entrañas del Edén.
Pasada la euforia, el
Dios se dio cuenta que ahora tenía otro Dios a quién adorar y recordó que esa
no había sido la idea primigenia, que no lo convenía en absoluto ser el súbdito
en esta historia. Para preservar su poder no le quedó más opción que destruir
su debilidad.
-
Adiós
Helena – le dijo suavecito, y la empujó por el acantilado.
Sólo una lágrima cayó
de cada ojo, ya inventaría otras cosas con qué entretenerse, imaginación no le
faltaba. Volvió a la roca desde donde había partido, se sentó, sacó el tabaco
del bolsillo, armó un cigarrito y lo fumó tranquilamente viendo el humo formar
figuras extrañas.
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