martes, 30 de junio de 2015

Una aventura (entre otras) de Dios en el Edén.

Estaba Dios sentado en el Edén… ¡Momento! ¿Hay Dios? No lo sé, pero por las siguientes líneas supongamos que sí. Es que en algo hay que creer, esa es nuestra naturaleza. Aunque usted lo niegue, aunque se ande proclamando ateo por la vida, en algo/alguien confía más que en usted mismo. Todos los hombres de todos los tiempos han creído en un ente superior. Escudriñe su interior y verá que tengo razón.
Entonces… estaba Dios (y por hacerlo un poco más liviano pongámoles un nombre… por decir… Eduardo). Y de nuevo… Estaba Eduardo sentado en una roca enorme mirando el mar, a su espalda un bosque verde, húmedo. Tan tranquilo allí, Eduardo se sintió solo, sacó de su bolsillo la bolsa de tabaco y se armó un cigarrito. Lo fumó despacio, mirando cómo el humo se batía en el aire y formaba danzantes figuras extrañas, para luego desaparecer.

Mientras, pensaba lo bueno que sería tener compañía (porque parece que ni un Dios es autosuficiente, o por lo menos eso pensaron todos los seres humanos que andan creando religiones a diestra y siniestra, pero eso dejémoslo así) y se dijo así mismo “¿Por qué no crear alguien para charlar  o jugar un partido de canasta o chinchón, o algo, no sé?”  Como si acto seguido se hubiera encendido la lumbrera máxima de la historia se vio una chispa gigante en el aire y ahí Eduardo sacó su croquera y empezó a diseñar su compañía. ¿Pelo largo? Sí ¿Montañas? Sí ¿Curvas? Sí.
Tomando agua, tierra y hierbas frescas creó a una mujer. Cuando ella abrió los ojos, que eran color cielo, miró a su alrededor y preguntó:
-                    ¿Dónde estoy?
-                    En el Edén – respondió Eduardo.
-                    Ahhh, y… ¿quién soy?
-                    Sos… sos…. Helena, mi compañera.
-                    Y … ¿quién sos vos?
-                    Soy Eduardo, el Dios.
-                    Mucho gusto.
En un acto un poco extraño para dos seres que van desnudos se estrecharon las manos al estilo inglés y ella le pidió que por favor le mostrara el lugar.
Salieron caminando despacio, casi en cámara lenta, total había tiempo de sobra, como quién dice “tenemos toda la eternidad”.  Eduardo le mostró los bosques, un par de ríos y así pasaron varios días caminando y hablando (hay que decir que Helena hablaba bastante para ser una recién llegada) de esos temas que a nadie le importan pero que son un buen relleno cuando uno camina con alguien que conoce poco. En este recorrido aleatorio se toparon con una cascada monumental, altísima. Allí, al caer, el agua emitía un sonido poderoso que hacía vibrar todo el entorno; las minúsculas gotas al reflejo del sol formaba el arco iris y cientos de mariposas volaban a su alrededor. Era tan hermoso, tan imponente, que Helena se quedó callada; no tuvo adjetivos, ni comentarios, nada que decir.
Esta abundancia de belleza paralizaba, y él, que tantas veces había estado allí antes, se sorprendió de verlo más bello ahora que lo miraba junto a su compañera. Ahí llegó el impulso, un impulso que no supo distinguir, no sabía de dónde nacía, ni por qué, pero necesitó darle la mano y traerla más cerca de sí. Despacio empezó a rozar las hiervas con el dorso de las manos, las dejó caer como si solo de la gravedad se tratara y llegó a las montañas. Estremecido con las vibraciones del agua tuvo tanta sed que bebió los labios de Helena. Eduardo, el Dios, tenía el Edén en sus brazos, lo mordía, lo besaba, lo acariciaba, exploraba cada rincón. Se encontró débil, entregado  a su propia creación, pero feliz, completamente feliz, en el Edén, irrumpiendo en las entrañas del Edén.
Pasada la euforia, el Dios se dio cuenta que ahora tenía otro Dios a quién adorar y recordó que esa no había sido la idea primigenia, que no lo convenía en absoluto ser el súbdito en esta historia. Para preservar su poder no le quedó más opción que destruir su debilidad.
-                    Adiós Helena – le dijo suavecito, y la empujó por el acantilado.

Sólo una lágrima cayó de cada ojo, ya inventaría otras cosas con qué entretenerse, imaginación no le faltaba. Volvió a la roca desde donde había partido, se sentó, sacó el tabaco del bolsillo, armó un cigarrito y lo fumó tranquilamente viendo el humo formar figuras extrañas. 

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